Teresa Aragundi camina apurada de un lado al otro, a lo largo de la calle Salinas. No hace sol, pero la intensa humedad en el ambiente la hace sudar. Está agitada por la inquietud que suelen experimentar las personas que organizan un evento.
Ella y su hija, Rosario, cargan velas, flores, esencias y manteles que distribuyen sobre una mesa plástica. Esas son las herramientas que necesitan para armar un pequeño altar, en el que constan una imagen de Jesucristo crucificado, otra de su madre y una de sus discípulos.
La vía principal del Barrio de la Tolerancia -conocido popularmente como “la 18”- aún conserva el olor de las cervezas consumidas la noche anterior, pedazos de botellas rotas y cientos de tapillas.
Son los vestigios del jolgorio diario que se vive en esta zona de lupanares, que este martes 3 de abril, durante más de dos horas, como cada año, se convierte en el escenario del rito tradicional de la Iglesia Católica y de la Semana Santa: el Vía Crucis.
En un lugar en que aparentemente no tienen cabida más que los actos hedonistas, Teresa y su familia -y ya son varias generaciones- organizan este evento religioso desde hace 13 años. “La antigua dueña de El Castillo, (uno de los bares) tuvo esta iniciativa. A ella le gustaba organizar actividades donde las chicas crecieran como personas.
Entonces junto con las Hermanas Adoratrices, religiosas que impartían talleres de cocina y costura, armaron el Vía Crucis. Nuestra amiga, por enfermedad, ya no está, pero mi madre y yo continuamos con esta práctica con mucha fe”, sostiene Teresa.
La tradición, al igual que sus dos bares -Super Salsa Jr. y Casa Verde-, es una especie de herencia familiar. Ahora, Rosario también ayuda con los negocios y participa junto a Teresa en la organización de la caminata por las 14 estaciones, ubicadas en varios de los bares de esta calle del suroeste de la ciudad que cambia minifaldas por libros de oración, reggaeton por cánticos a la Vírgen María y aroma a comida rápida por olor a incienso.
“Durante la procesión yo pido paz y protección para nuestros negocios”, dice Teresa, quien se confiesa como “bien católica”, aunque reconoce que no es fanática de ir a misa todos los domingos.
“Tengo a Dios en mi corazón. En mi casa usted lo primero que encuentra es una gruta con el Sagrado Corazón de Jesús”. Y no solo allí… en su casa de citas, al salir por el estrecho pasillo de los dormitorios, una descolorida imagen de Cristo se despide de los clientes.
Son las 09:30 y el Vía Crucis -que en latín significa “el camino de la cruz” (se refiere a las diferentes etapas de la Pasión de Cristo desde su captura hasta su crucifixión y sepultura) arranca.
En una pequeña estación de Policía del sector un grupo de personas entre trabajadoras sexuales, dueños de bares, moradores del sector, se reúne alrededor de un Jesucristo crucificado de unos 3 metros, junto al que caminarán por cada uno de los altares.
Al grupo de fieles los acompaña el padre César Rico, de la Congregación San Judas Tadeo de Miraflores, y dos Hermanas Adoratrices, quienes guiarán las oraciones y los cánticos que ya empiezan a entonarse de forma desordenada.
“Cristo rompe las cadenas”, dicen al unísono, mientras arriban a la primera estación. Allí hacen la genuflexión, leen un pasaje bíblico sobre la traición de Judas y el arresto de Jesús, reflexionan y rezan un “Padre Nuestro” sin mucho vigor… y avanzan hasta el bar “La Rumba”, donde las velas y la imagen de Jesús se colocan delante de la figura de alguien que parece un cantante de música urbana, pintado en la pared a manera de grafitti.
Allí está Paola (no dice su apellido), de 36 años, una trabajadora sexual que ya perdió la cuenta de cuanto tiempo tiene laborando en este lugar. “¡Ay niña, ya mismo caduco en esta 18!”, confiesa con un suspiro que termina en risas.
No participa de la procesión. Nunca lo hace porque le parece un acto de hipocresía.
“Cuando se trata de eso, yo me voy. Creo en Dios, pero no me gusta lo que hacen. Todos la ven bonita, yo no. Todas acá hacemos “eso” y no tiene sentido. Es ridículo pasar por esto (marchar en procesión) y que luego cada quien haga su trabajo”, expresa esta mujer delgada y pequeña, de cabello rojo y cejas maquilladas.
Aunque, según la organización del Vía Crucis, nadie debería trabajar durante la procesión, Paola sostiene que eso no se respeta, un motivo más por el que no forma parte.
El recorrido avanza, pero su poca acogida este año es notoria. Apenas unas 20 personas participan. Entre los cánticos destaca el sonido del altoparlante en lugar de las voces de los fieles.
“Mirella”, quien prefirió cambiar su nombre, sostiene que ella y muchas de sus compañeras se abstienen de participar por el temor de salir en los medios de comunicación y que sus familiares sepan de su actividad.
“Nosotros tenemos hijos, algunos incluso son universitarios. El año pasado fue así y luego salimos en los periódicos. En mi caso, mi hermano recibió comentarios negativos cuando me vieron sus amigos. Fue una experiencia terrible”, afirma con incomodidad.
Sin embargo, Mirella, de 50 años, se incorporó a la caminata con la cabeza agachada y cantando bajito para perderse entre las demás y para que nadie se percatara de su presencia. “Yo tengo 16 años en este negocio y cuando uno recién se mete a esta vida no sabe lo que le espera.
Al principio yo no sabía nada, mis clientes me enseñaban y yo a veces ni les cobraba por eso. En mis oraciones le pido a Dios que me saque de esto”, concluye, intentando sonar tajante pero llegando apenas a melancólica.
“Perdona a tu pueblo, perdónalo Señor” tararean al llegar a la IX estación. “Jesús vino a dignificar a la mujer, no a condenarla”, repite la hermana que dirige la oración; y luego concluye: “…si grandes son mis culpas, mayor es tu bondad”. Pasan a la siguiente, la estación X, que se improvisó en el bar Mil Amores. “Vamos a dedicar la oración de esta estación a Alba Mercedes Cantos, quien fue asesinada hace 8 meses en este sitio”, expresa Rosalba Cruz, una de las Hermanas Adoratrices que encabeza el evento. Todo el mundo calla.
La procesión culmina cerca de las 11:00 y recorrió los 25 bares que conforman el barrio de la tolerancia de Guayaquil. Además de contar con religiosos y visitantes, tuvo el resguardo de 7 motorizados policiales.
Pantoja -así se hace llamar otra de las trabajadoras sexuales de la zona- coincide con “Paola” en que luego de la procesión todo vuelve a ser igual. Por eso, dice, si llega un cliente, no lo deja de atender.
“ábreme la puerta para que me vea mi viejo”, vocifera entre sonoras risas mientras recibe a un hombre alto y de barba blanca, que ingresa, sin perder tiempo, al dormitorio.