Suiza es especial. De un modo inexplicable siempre ha logrado desgajarse del curso que tomaba el resto de Europa. Por allí no pasaron guerras mundiales, el alza de los totalitarismos ni la crisis económica. Pero que Suiza no se meta en la pelea, no significa que le salpique la sangre. Cada vez que Europa tiembla, una muchedumbre de inmigrantes llama a las puertas de la tranquila Berna en busca de estabilidad y empleo.
La semana pasada la extrema derecha ganó una lucha que llevaba persiguiendo 40 años: establecer cuotas de entrada para extranjeros. La aprobación de esta medida ha causado un verdadero seísmo político en el país, deteriorando las relaciones políticas con la UE, que ve cómo se ataca impunemente su sacrosanta libertad de circulación de personas.
Desde los años sesenta la extrema derecha helvética intenta cerrar fronteras. El parlamentario de Acción Nacional James Schwarzenbach trató de limitar en varias ocasiones el número de extranjeros en el país mediante cuotas. Primero propuso que no superaran el 10%, luego el 12%, más tarde el 12,5%. Todas fracasaron. Hasta hoy.
De Galiza a Suiza
Cerca de dos millones de españoles salieron del país buscando mejores oportunidades en la década de los 60, de los que la Confederación Helvética recibió al 38,5%. El mutuo interés entre Suiza y España provocó este movimiento migratorio masivo: Suiza necesitaba mano de obra barata y España exportar trabajadores, así que se firmó un acuerdo.
«Cada vez que Suiza ha hecho lo que le ha dado la gana, Europa ha transigido». La mayoría de ellos eran gallegos y se emplearon como temporeros, en el campo, la industria o la construcción. Se enfrentaron a condiciones complicadas, en algunos casos dormían en las fábricas. Muchos de ellos ni siquiera tenían papeles. «La política de Gastarbeiter fue un negocio redondo para ambas partes, pero también un drama desde el punto de vista humanitario. Una política de explotación», considera Marianne Helfer, antropóloga especializada en migraciones de la Universidad de Berna.
«La política de Gastarbeiter fue un negocio redondo, pero un drama humanitario». Xurxo Martiz Crespo, investigador de la migración gallega a Suiza recuerda cómo a los recién llegados a las empresas se les entregaba un manual sobre cómo se tenían que comportar en Suiza, «una especie de breviario que repartía la Brown Boveri, de Baden».
Además, al drama de las condiciones de trabajo se sumó el de la separación de las familias, ya que Suiza concebía esta emigración como temporal y no permitía la reagrupación familiar.
«No es que la tuvieran tomada con los españoles», considera Francisco Ruíz Vázquez, presidente del Consejo de Residentes españoles en Ginebra y residente en Suiza desde hace cincuenta años. «Antes que nosotros fueron los italianos, después los portugueses. Lo que ocurría es que el inmigrante siempre era el último», recuerda.
Cuatro décadas después algunos italianos, hoy perfectamente integrados, todavía recuerdan la hostilidad. Oscar Tosato, italiano hoy miembro del Ejecutivo municipal de Lausana, recuerda el día en que vio colgado un cartel en la puerta de un local de Biel que decía: «Prohibido el acceso a perros e italianos».
Las segundas generaciones
Los antropólogos que estudian las migraciones coinciden en el hecho de que los problemas de integración social suelen desaparecer o diluirse en las segundas y terceras generaciones.
Pero según Marianne Helfer, «Suiza todavía tiene sus reservas en cuanto a la segunda generación de inmigrantes». Prueba de ello es que el pueblo suizo votó repetidamente en contra de facilitar la nacionalización de las segundas y terceras generaciones de hijos de inmigrantes españoles. «Los suizos no están dispuestos a proporcionar el acceso a la ciudadanía, generalmente considerada como el último paso para la integración», concluye Helfer.
Los hijos y nietos de los inmigrantes todavía tienen serios problemas para integrarse a pesar de que nacieron aquí, se escolarizaron aquí y en algunos casos incluso se casaron con suizos. No entienden por qué tienen que pagar por tener la nacionalidad.
«En algunos cantones de Suiza es obligatorio que cuando alguien quiere pedir la nacionalidad se cuelgue en el Ayuntamiento la propuesta durante unos días y se pregunte si algún vecino tiene algo en contra», explica a modo de ejemplo Xurxo Martiz.
Suiza ha sido ejemplar para la Europa del siglo XX en cuanto a su modelo de inmigración, pero hasta hoy ha sido capaz de completar la integración.
La UE usa las armas a su alcance para evitar que Suiza se vaya por su lado. De momento ha suspendido negociaciones en el acuerdo eléctrico, o el de I+D y amenaza con finiquitar el Erasmus para los jóvenes suizos. La familia de los Ruíz Vázquez cree que no hay mucho que hacer: «Cada vez que Suiza ha hecho lo que le ha dado la gana, Europa ha transigido». Para bien y para mal, Suiza va por libre.