Cuando Zulema Constante habla de Cinthya Rodríguez no se refiere a ella como «mi pareja». Ella confirma, sin ningún tipo de recelo, que «Titi» -como todos la llaman- es su novia, de frente, sin intención de esconder su lesbianismo. Se siente absolutamente cómoda con ello.
Nunca tuvo temor de reconocer que le gustaban las chicas, ni con su familia, ni con sus amigos, ni con las personas del centro de rehabilitación que -durante dos semanas- pretendieron «deshomosexualizarla», como si se tratara de algún tipo de enfermedad que se cura con el encierro.
-Tú no eres lesbiana. Tú eres drogadicta. -No. Yo soy soy lesbiana. Me gustan las mujeres. -Las drogas te hacen pensar así. ¿Qué crees, que yo nunca me he besado con una mujer? Cuando estaba borracha lo hacía.
Zulema no es adicta, sin embargo, la jefa de planta de la Comunidad Terapéutica Femenina Esperanza (en Tena, provincia de Napo) parecía no querer entenderla. Peor aún sus padres, que entraron en una mezcla de shock y negación desde que ella les confesó, recién en marzo de este año, que era gay.
En su casa ya se sospechaba sobre su verdadera orientación sexual. Su mamá ya le había insinuado su postura radical respecto al tema y un día confirmó todos sus miedos. «Vinimos de un viaje de paseo que hicimos a Argentina y decidí reunirlos y contarles. Tuve el rechazo inmediato de toda mi familia», rememora.
Desde allí, todo fue caótico. Primero, restricciones de movilización, «sermones» recurrentes, chantajes emocionales y vivencias duras, como tener que irse de su casa con la ropa que vestía en ese momento. Luego, amenazas y aislamiento forzado.
Parte de su historia ya se conoce, por la extensa difusión mediática que ha tenido su caso: aceptó una invitación a comer con sus padres cuando un vehículo los interceptó, fue tomada por la fuerza y sometida con esposas para ser llevada hacia el Oriente, en un viaje incómodo que duró 5 horas. «Durante el trayecto perdí mis lentes, intenté zafarme de todas las formas posibles y ellos me apretaron las esposas. Los brazos me quedaron llenos de moretones». Zulema acaricia sus muñecas en el lugar donde las huellas del forcejeo permanecieron por varios días.
La clínica -afirma- no era tal, sino una casa de tres pisos en medio de la nada, llena de órdenes, insultos y rezos. «Se rezaba todo el día. Al levantarnos hacíamos algo llamado 'despertar espiritual'; luego de comer, oración para agradecer los alimentos; en la tarde, prédicas y más oraciones». Orar se hacía incluso en medio de las tareas diarias: limpiar los baños, trapear, lavar ropa y cumplir castigos haciendo abdominales u otros ejercicios.
Fue astuta, dice. Aunque a ella nunca la golpearon, pudo observar como a otras chicas sí las agredieron físicamente. «Yo grité y casi tumbo el carro durante todo el camino, pero ya al llegar me di cuenta de cómo eran las cosas y me hice la pendeja».
Pero una de sus compañeras no adoptó esa postura sumisa y fue sometida a los «pechazos», un tipo de castigo que recibía la interna que tenía mal comportamiento y en el que participaban nueve de las recluidas. Se trataba de un golpe a mano abierta, con toda la fuerza posible, en la zona pectoral. «La chica llegó brava, insultando. La metieron desnuda a bañarla con agua fría y le lavaron el cuerpo con detergente, la castigaron haciéndola lavar el retrete con su propia ropa», narra Zulema con desazón.
Aunque a ella nadie llegó a tocarla, su cuerpo y su ánimo sí sintieron los estragos del encierro. Durante dos semanas comió alimentos en mal estado, podridos o con gusanos. Tuvo escalofríos, fiebre, y extrañaba a «Titi». «Me decían que eso no era amor de verdad, que mi novia no me quería porque si fuera así habría ido a buscarme».
La rápida reacción de su novia y una intensa campaña en redes sociales hizo desistir al padre de Zulema de mantenerla en ese lugar, pero ella no sabía nada de esto, pues estaba aislada e incomunicada. Veintiún días después, las autoridades del centro la enviaron de regreso y sin explicaciones en un taxi particular, en un trayecto lleno de temores de ser llevada a otro centro más lejano o a algún lugar donde nunca nadie pudiera encontrarla.
Cinthya y Zulema se saludan con un breve beso en los labios. Intentan mantenerse sentadas una frente a la otra, pero no lo logran. Zulema se mueve y se acomoda a su lado, le agarra la mano, le besa la cara. «Hay una persona maravillosa para cada cual, y Zulema es eso para mí. Nos complementamos bien: ella es tranquila y yo soy una chispita», expresa sonriente «Titi», sin soltar el brazo de Zulema.
Aparte de su vida de pareja, hacen cosas que cualquier chica de su edad haría con su mejor amiga, como ver películas, lo que ahora hacen en la casa de los padres de Cinthya, quienes las han recibido con amor, hasta que todo se normalice y ellas puedan vivir con independencia y libertad para amarse sin riesgos, sin encierros ni castigos.