Arrancó siendo un funeral más festivo que fúnebre, una celebración de la vida del primer presidente democrático de Sudáfrica, Nelson Mandela, que si uno no hubiera sabido qué era hubiera pensado que se trataba de un concierto de música africana.
Terminó siendo un evento político rabiosamente actual, cuyo impacto fue devastador para el presidente sudafricano, Jacob Zuma.
Cada vez que se hizo mención del nombre de Zuma, la muchedumbre suspendió el júbilo y lanzó un abucheo ensordecedor. Fue una humillación colosal en un acto en el que estaban presentes más de cien jefes de Gobierno o Estado (entre ellos el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y el de Cuba, Raúl Castro) y que fue presenciado en directo en televisión por todo el planeta.
Yo llegué al estadio a las siete de la mañana, me incorporé al sector más ruidoso de la multitud en lo más alto del enorme recinto y, hasta que comenzaron los actos solemnes cinco horas después, me encontré en el medio de una enorme fiesta de baile en el que una representación fidedigna del pueblo sudafricano, con el sector negro en plena mayoría, daba las gracias por haber tenido como líder al político más admirado de los últimos tiempos.
Los abucheos que recibía Zuma contrastaban de manera dramática con las sentidas ovaciones que recibieron Obama, el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon; Winnie Mandela, el antecesor de Zuma como presidente; Thabo Mbeki, e incluso Frederik de Klerk, el último presidente blanco de Sudáfrica, quien negoció el fin del apartheid con Mandela.
De la media docena de discursos que dieron los jefes de Estado invitados, casi todos fueron de un tedio y de una previsibilidad tales que, como dijo un hombre sentado a mi lado, los podrían haber sacado directamente de un manual encontrado en Google.
No fue ninguna sorpresa que cuando Obama acabó su discurso el público empezó a irse a su casa hasta que, cuando le tocó a Zuma dar el último discurso del día, la gente ya había votado con sus pies. De los 50.000 que habían oído hablar, y habían aplaudido detenidamente, a Obama, quedaba menos de la mitad.
Un funeral que había empezado en un ambiente de júbilo acabó triste y gris. No habían podido resistir comunicarle a Zuma lo que pensaban de él, pero todo el honor era para el original padre de la nación.